Hoy decidí comprar el pan antes de emprender mi rutina matutina, a veces, suelo cambiar mi planificación que con tanto ahínco trazo, para saltarme las reglas y volver a ellas, cosas de la disciplina.
Mientras pedía mi chapata con harina de centeno y algún que otro capricho, me quedé como cautivada, vencida por el gratificante olor que desprenden las artesanas amasanderías, estoy segura que deben ser agradecidas para el sistema inmunológico, deberían estudiarlo.
Salí de la panadería y esperé en el paso de peatones, vi como unos niños, que seguramente llegaban tarde a su clase de antropología, saltaban al patio del recreo, mientras burlaban lo que para ellos sería la máxima autoridad, su profesora, deduje por su vestimenta, ni se percató de la proeza de los trepadores., sus caras rebosaban adrenalina.
Bendita valla, pensé, vendita secreción.
Siempre me han gustado los muros, las vallas, los cercos, sobre todo si se pueden demoler, los que no me hacen tanta gracia, son aquellos que se instalan como medidas preventivas.
Hay pueblos que huyen de las guerras, excluidos, desesperados al límite de la caída, anhelando otros sueños, que dejan sus bocas sedientas y ajadas por el sol, sin más esperanza que la sequía voraz de los marginados.
La solución para que estos enjambres humanos, sin más atuendo que la desesperación salten esas mortificas vallas, ha sido colocar cientos de cuchillas en las cercas de Ceuta y Melilla, afiladas por la soberbia de aquel que no entiende sobre las ciencias del espíritu.
Yo no sé cual es la solución que un estado debe proporcionar con total garantía, ante un problema de emigración, si es que realmente lo es, ni se si antes habían bayonetas y ahora cercos afilados, lo que sí sé, es que así no, a mí no me vale, nos hace más mezquinos e insignificantes, nos traslada a los pozos más oscuros del ser humano, desechando toda mínima posibilidad de reconciliación con nuestra especie.
Así no, me duelen los ojos de ver a tan sólo ocho kilómetros de distancia de nuestros primos hermanos, cómo despedazamos, sin la menor penitencia, cercando, con forma de aguja de doble filo, alargada y puntiaguda, la proeza de aquellos que piensan que vienen al primer mundo, si supieran los despojos por los que nos curtimos, no querrían mirar atrás, dejando sus receladas desgarradoras vidas.
No está bien aprovecharse del indocto, no es bonito.